Cuando yo era más joven, observaba que en la calle había muchos tipos de personas que se podían acercar a uno por la calle. Para venderte, pedirte, preguntar algo, tocarte una canción o cualquier otra cosa. Y siempre me fijaba que a lo que más accedía la gente era a firmar. Cuando había una recogida de firmas, fuera cual fuera la causa, el éxito estaba casi asegurado. El que firmaba se sentía mejor consigo mismo, por ayudar; y el que recogía agilizaba el cometido.
Hoy en día eso ha cambiado. El miedo y el rechazo a lo que te ofrecen por la calle ha aumentado. Como un respingo automático a agilizar la marcha o a esquivar es lo que sufre la gente cuando se le dirige alguien en la calle. Y ya, ni siquiera la socorrida recogida de firmas tiene el mismo éxito. La gente no quiere entender que hay algo más allá del borreguismo, que existe más allá de lo que vemos delante de nuestras narices.
Cuando estas firmas se refieren con algo que tenga que ver con política, ese rechazo se multiplica. Llegan a afirmar que no entienden por qué hay que firmar (muchos de nosotros tampoco), que no entienden de política, la manida excusa de la "apoliticidad" y el desprecio se hace más latente.
Los más listillos llegan a hacerse jueces de los que deben presentarse a las urnas y los que no, creyéndose más importantes al ver que con su firma (o no firma) pueden hacer que una formación política no se presente siquiera y no cumpla con ese precioso artículo constitucional (y también falso, como los otros) que dice que toda persona tiene derecho a presentarse a unas elecciones.
Con el movimiento del 15-M, aunque no lo he conocido en profundidad, pensaba que el ciudadano de a pie había moldeado su conciencia social y estaba más apegado a un sentimiento de pertenencia o de lucha utópica contra el poder. Que pensaba que, aunque fuera una quimera, se podía hacer algo. Nada más lejos de la realidad. Como el paro en España, la cosa está igual o peor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario